En los veinte años que lleva la
parroquia del Hermano San Rafael en el corazón del barrio burgalés G3, han sido
1700 jóvenes los que se han preparado para hacer la Primera Comunión.
Este año no es diferente.
Todo comienza tres años antes, cuando
los padres de la criatura deciden apuntarla a la catequesis de Comunión. Este
paso tiene dos posibles consecuencias: que la susodicha encuentre la enseñanza
interesante o que la encuentre poco estimulante. Si se da la primera situación,
no hay de qué preocuparse. Irá a las clases, prestará atención e, incluso,
aprenderá algo. Por el contrario, en el caso de que considere que las clases
son de las cosas más aburridas que ha tenido que soportar hasta la fecha, puede
que asista o puede que no. En cualquier caso, si opta por la primera opción el
resultado será idéntico al de la segunda. Entrará en el aula con una completa
desidia, se colocará en el lugar más alejado del catequista para evitar las
posibles preguntas y se quedará sentada en su sitio pensando en lo que va a
hacer más tarde, dibujando en la libreta, jugando con el móvil o cualquier otra
cosa que a una mente aburrida se le pueda ocurrir.
Pasará el tiempo, y el individuo les
podrá proponer a sus padres abandonar la catequesis; algo a lo que estos responderán
que, ya que solamente queda un curso para terminar, aguante un poco. Es en este
momento cuando a la criatura se la va el último rayo de esperanza que le
quedaba para huir de la catequesis. Entonces comienza a ver las clases como una
obligación, una imposición de sus padres para poder verla hacer la Primera Comunión vestida como
un pastel de nata o como un marinero, dependiendo del caso.
Y entonces llega el gran día. Ese día
en el que se supone que los niños están eufóricos porque va a recibir el cuerpo
de Cristo por primera vez, pero en realidad están pensando en el gran banquete
que van a celebrar y en la aún mayor cantidad de regalos que van a encontrarse
en cuanto salgan de la misa. A esa euforia infantil hay que añadir la histeria
adulta, las horas de peluquería y vestuario y la pasarela de modelos en la que
se convierte la entrada de la parroquia en estos momentos, llena de niños
vestidos de marineros y niñas que parecen novias siendo fotografiados por sus
familiares como si fuesen estrellas de Hollywood. A la salida se repite el
proceso, pero esta vez, añadiendo el momento de los regalos, que será el único
recuerdo que les quede a estos niños del día de su Primera Comunión.
A partir de este día los niños ya se
sienten liberados, los padres ya tienen el álbum de fotografías y la Primera Comunión ya está hecha,
para no tener problemas si algún día deciden casarse por la Iglesia. Y es aquí cuando surge
la pregunta “¿Para qué voy a seguir yendo a misa?”. La respuesta a esta
pregunta, en un alto porcentaje de casos, es “Para nada”. Y es por eso por lo
que, una vez celebrada la ceremonia, muchas caras que estuvieron allí cada
domingo durante tres años dejarán de aparecer por la parroquia.
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