miércoles, 27 de mayo de 2015

Editorial: Una nueva Comunión

En los veinte años que lleva la parroquia del Hermano San Rafael en el corazón del barrio burgalés G3, han sido 1700 jóvenes los que se han preparado para hacer la Primera Comunión. Este año no es diferente.

Todo comienza tres años antes, cuando los padres de la criatura deciden apuntarla a la catequesis de Comunión. Este paso tiene dos posibles consecuencias: que la susodicha encuentre la enseñanza interesante o que la encuentre poco estimulante. Si se da la primera situación, no hay de qué preocuparse. Irá a las clases, prestará atención e, incluso, aprenderá algo. Por el contrario, en el caso de que considere que las clases son de las cosas más aburridas que ha tenido que soportar hasta la fecha, puede que asista o puede que no. En cualquier caso, si opta por la primera opción el resultado será idéntico al de la segunda. Entrará en el aula con una completa desidia, se colocará en el lugar más alejado del catequista para evitar las posibles preguntas y se quedará sentada en su sitio pensando en lo que va a hacer más tarde, dibujando en la libreta, jugando con el móvil o cualquier otra cosa que a una mente aburrida se le pueda ocurrir.

Pasará el tiempo, y el individuo les podrá proponer a sus padres abandonar la catequesis; algo a lo que estos responderán que, ya que solamente queda un curso para terminar, aguante un poco. Es en este momento cuando a la criatura se la va el último rayo de esperanza que le quedaba para huir de la catequesis. Entonces comienza a ver las clases como una obligación, una imposición de sus padres para poder verla hacer la Primera Comunión vestida como un pastel de nata o como un marinero, dependiendo del caso.

Y entonces llega el gran día. Ese día en el que se supone que los niños están eufóricos porque va a recibir el cuerpo de Cristo por primera vez, pero en realidad están pensando en el gran banquete que van a celebrar y en la aún mayor cantidad de regalos que van a encontrarse en cuanto salgan de la misa. A esa euforia infantil hay que añadir la histeria adulta, las horas de peluquería y vestuario y la pasarela de modelos en la que se convierte la entrada de la parroquia en estos momentos, llena de niños vestidos de marineros y niñas que parecen novias siendo fotografiados por sus familiares como si fuesen estrellas de Hollywood. A la salida se repite el proceso, pero esta vez, añadiendo el momento de los regalos, que será el único recuerdo que les quede a estos niños del día de su Primera Comunión.

A partir de este día los niños ya se sienten liberados, los padres ya tienen el álbum de fotografías y la Primera Comunión ya está hecha, para no tener problemas si algún día deciden casarse por la Iglesia. Y es aquí cuando surge la pregunta “¿Para qué voy a seguir yendo a misa?”. La respuesta a esta pregunta, en un alto porcentaje de casos, es “Para nada”. Y es por eso por lo que, una vez celebrada la ceremonia, muchas caras que estuvieron allí cada domingo durante tres años dejarán de aparecer por la parroquia.

Es triste, pero es así.




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